14.9.11

El largo camino hacia el descubrimiento de la sabiduría

1.
Se dice comúnmente que “ya es ya”, pero en realidad entre ambos hay tanto espacio y tiempo como para imposibilitar que se trate del mismo presente. Al parecer, la diferencia se reduce a una cuestión de variables, como si a cada punto del plano cartesiano correspondiera una identidad propia; y como si cada uno de nosotros fuese uno de esos puntos, recorriendo dimensiones caóticamente, en busca de su propia felicidad, pero extrañamente desarrollando relaciones animales, que llamamos sociales, con muchísimas reglas. La vida siempre me pareció un cuento jarto de comprender.

Regresé a Munich tras cinco años. Lo hice con la intención de reencontrarme con viejos amigos de la universidad; pero, sobre todo, con el anhelo de volver a ver las pinacotecas, visitar mis librerías y anticuarios favoritos, cruzar jardines y puentes en bicicleta y asombrarme nuevamente de lo verde del Isar. Regresé, en fin, para buscar la artista que floreció en mí en Europa y que, de vuelta a su tierra natal, enmudeció al enfrentarse a lo que todos denominaron “el mundo real”. El mundo real era el mundo del trabajo, del billete, de la independencia.

El mundo real apelaba a aquella versión de mí que menos me gusta, pero que más hace. Durante casi un año me debatí entre resistir y luchar por una vida construida desde y por el arte, pero la batalla la ganó la urgencia de verme siendo parte funcional de la sociedad. Tomé entonces un primer puesto, un segundo y un tercero, con la intención de hacer dinero en vez de pedírselo a mi papá.

Me fui a vivir sola, compré un carro, una TV. gigante y hasta acciones en la bolsa. Pasaron cinco años y cuando me di cuenta, tenía todo menos tiempo para disfrutar mi vida, por lo que nada tenía sentido. Había fallado en convertirme en la persona que había soñado. Intenté hacer entonces algunos cambios. Vendí el carro, subí seis kilos y me fui a vivir al campo. Sin embargo, no renuncié a mi trabajo. Sentía que, aunque lo hiciera, el tiempo libre que me llegaría, ya no podría ser transformado en arte pues algo en mí se había secado. Entonces, aquella pragmática de la que tanto me quejo, trabajó duro y reunió el dinero para conseguirme un tiquete aéreo de vacaciones a Alemania, con el fin de que allí pudiera buscar a la otra; la callada, artística, sensible, idealista y ya casi olvidada.

Era impensable viajar a Alemania sin visitar a mi hermana, quien vivía en Dusseldorf. Desde luego, entre todos los planes de amigos y museos, verla era la parte que menos me entusiasmaba, ya que nos visitábamos con regularidad. Aún así, encontrarnos era la oportunidad para hacer las cosas que más nos gustan, o sea, básicamente, comer, ir de shopping, visitar uno que otro sitio de interés turístico y, desde luego, hacer paseos en barco. En fin, estaba convencida de que la pasaríamos muy bien.

El itinerario era el siguiente: volaba el viernes 8 de julio, llegaba el sábado 9 a medio día a Dusseldorf. Mi hermana y su marido me recogerían en el aeropuerto, para salir en carro derecho a La Haya, donde pasaríamos el fin de semana. A partir del lunes, mi hermana y yo recorreríamos Düsseldorf y sus alrededores. El viernes, saldríamos nuevamente los tres hacia Munich, aprovechando que Toni, el marido de mi hermana, no la conocía y que podríamos quedarnos todos donde la tía Poto, quien vivía allí desde joven.

El domingo, cuando ellos regresaran a Dusseldorf, yo me mudaría a la casa de Sarah, punto de encuentro con las otras dos amigas que venían desde Perú e Inglaterra para, juntas las 4, con el novio de Sarah, viajar el viernes siguiente al sur del Tirol, en Italia, al matrimonio de Gudi, la que había sido mi gran amiga de Munich, entre muchas otras grandes amigas. Pero es que Gudi, se me había robado el corazón con su inocente locura, sus ojos pistacho pastel y su dulce autenticidad. Gudi, como si fuera poco, se casaba con Vinicius, un brasilero precioso en todos los sentidos. Alguien perfecto para ella.

Al día siguiente, pasado un poco el guayabo, regresaríamos a Munich y dormiría allí una última noche, para volar el día siguiente a casa. En total pasaría 18 días de vacaciones en 3 países europeos. Y eso que estoy dejando Italia afuera, ya que la experiencia de ir a Südtirol es en realidad austriaca, sólo que con un poco más de parmesano.

Recuperar 5 años en menos de tres semanas no era posible, eso lo sabía. Por lo mismo, tampoco lo estaba esperando. Debía definir prioridades y finalmente quedé con dos: ir tras el arte y estrechar los lazos con mis viejas amigas a las que, entre otras, les debía hacia mucho esta visita, ya que ellas ya habían ido hasta a Colombia a visitarme. Gudi vino unos meses después de yo haber regresado a Colombia. Nos quedamos unos días en mi casa en Medellín, haciendo paseos a pueblos en Antioquia los fines de semana; y luego nos nos fuimos una semana a Cartagena para celebrar mi 26avo cumpleaños. Ese día fue increíble. Llegamos un lunes a las 7:30 de la mañana y a las 12, antes del almuerzo, ya estábamos totalmente rascadas en la piscina. Almorzamos, descansamos en el sol, y a eso de las 5 empezamos con el cocoloco. A media noche estábamos metidas en el mar, ahogándonos de la risa, con las olas y las algas. Como a la hora nos fuimos al hotel y nos metimos una ducha de 2 horas non stop en agua híper caliente para sacarle las algas a los vestidos, que habían quedado vueltos unos popós.

Sarah me había visitado hacíia dos años. Había venido dos semanas con Anke, una amiga de ella que yo no conocía y a quien se la monté todo el tiempo con el dicho "Danke Anke". No habíamos logrado aprovecharnos tanto porque entonces yo tenía que trabajar de 8 a 6. Aún así había sido una experiencia muy bonita. Me hacía mucha ilusión saber que a pesar del tiempo y la distancia, ella y Gudi seguían siendo dos grandes amigas.

Pocos días antes del viaje sucedieron tres hechos inesperados que afectaron el plan original. El primero fue que Sarah terminó con su novio tras descubrir que se escribía mails comprometedores con otra. Esto implicaba, por un lado, que ahora no teníamos carro para viajar al Tirol; pero por otro, que tampoco tendríamos a un hombre, desconocido (por lo menos para mí) interfiriendo en nuestro feliz reencuentro de sólo mujeres. Nosotras que nos queremos tanto. Desayunábamos a eso de las 9 de la mañana y nos cogía la media noche hablando en la misma mesa, a veces hasta sin bañarnos. Así de cercanas nos sentíamos, casi casi como hermanas.

El segundo hecho fue que Gudi me escribió pidiéndome que viajara con ella desde el martes (y no desde el viernes, como yo tenía planeado) al Tirol, para ayudarle con todos los preparativos de la Boda. Aunque me gustaba mucho la idea de pasar tiempo a solas con ella, esto implicaba reducir a tres días mi tan anhelada estadía en Munich, lo que no me dejaría suficiente tiempo para visitar todos aquellos lugares que me moría por ver otra vez, en busca del tiempo recuperado.

Finalmente, el tercer hecho fue que cuando le conté a mi hermana cuáles eran mis planes en Munich, me explicó que ya Toni había pedido el lunes libre en el trabajo y que le parecía muy mal que yo no pasara con ellos la noche del domingo y la mañana del lunes, por irme donde las amigas que igual iba a ver días después. Ni hablar.

De esta manera, me encontraba en una encrucijada: iba a gastarme una pequeña fortuna en mis vacaciones con el fin de pasar una corta temporada en Munich que me permitiera reencontrar mi yo artista; y ahora resultaba que de mis 18 días, sólo 3 iba a destinarlos a ese fin. Las cosas no estaban saliendo como las había planeado. Fue entonces cuando tomé dos decisiones:
a. pasara lo que pasara durante mi viaje, me relajaría y lo disfrutaría.
b. sin embargo, lucharía por satisfacer mis intereses, gustárele a quien le gustara.


Mientras tanto, mi novio estaba totalmente inconforme con mis vacaciones sin él, comportándose como un niño rabioso, lo que no hacía mi partida más fácil. Sólo mis papás parecían comprenderme, aunque me daban consejos para que al expresar lo que yo realmente quería, procurara no herir los sentimientos de los demás. Y aunque la prudencia no es lo mío, eso empecé a hacer, o por lo menos, a intentar hacer.

2.

Pude terminar Indignation tan sólo en la escala en París. Exactamente un año antes lo había comprado en una pequeña librería de un canadiense en St. Michel. Este tipo de compras obedecen a un hábito adquirido en viajes, de comprar libros en su idioma original, ya que no se consiguen fácilmente en mi país. Aquella vez en St. Michel no busqué un libro determinado, sino que elegí al azar. Cualquier libro del tal Philip Roth, del que todos hablaban y yo por exceso de literatura japonesa no había podido ni abrir. Y de paso, me llevé dos más: Youth, de Coetzee, con el que ya iba por su quinto libro, porque también me obsesiona y, The Great Gatsby, que me había jurado no tocar hasta que no pudiera conseguirlo en inglés.

No fue fácil que llegara el momento para abrir Indignation, ya que mi vecino en el avión no se aguantó las ganas de contarme su vida en un par de horas, comportamiento clásico colombiano que casi sin excepción se lleva a cabo cuando uno de los viajeros de cualquier medio de transporte aéreo, terrestre o marítimo, supera los 45 años.

Logré avanzar poco en la lectura, ya que la conversación inevitablemente se reanuda cada vez que mi compañero de la ventana necesita entrar o salir. En este caso, me tocó un militar, casado, con dos hijas, radicado en Bogotá pero habiendo combatido su juventud en las selvas colombianas (y con muchas anécdotas al respecto), a punto de ser ascendido a coronel, rumbo a una capacitación en tácticas bélicas en la China. Desde luego, y con la intención de honrar a mis todos-sin-excepción ancestros paisas, yo también le conté mi vida a él con una pequeña dosis neomarxista, cuya aplicación considero siempre necesaria cuando me cruzo con un miembro de la fuerza pública nacional por más de media hora. Yo soy típica paisa pero de la corriente de José María Córdova, Fernando González y Porfirio Barba Jacob.

Había elegido ingresar a Europa por París, ya que en España, a los colombianos, nos tratan aún peor que a la categoría de “escoria” que de por sí tenemos en cualquier otro aeropuerto del mundo. Sin embargo, París en verano es París en verano; y los guardias se ven obligados a movilizar miles y miles de turistas de todos los países del mundo a gran velocidad, por lo que no hay tiempo de detenerse a joder la vida a cualquier colombiana con carita de inocente y pasaporte lleno de visas Schengen que cruce inmigración.

Indignation me dejó una incómoda sensación. A pesar de habérmelo consumido, pues la narración de Philip Roth tiene un ritmo vertiginoso, me quedaba la duda de la verosimilitud. ¿Cómo una causa tan pequeña, podía derivar en consecuencias tan lamentables? ¿De dónde salían esos personajes? ¿Acaso algunos no eran un tanto rebuscados, como la chica suicida? No sabía… no estaba segura. Aun así, la lectura evocó memorias de la época en que terminé el colegio y, como en el libro, dejé todo lo que me era familiar atrás para ir en busca de lo desconocido. Ahora, cinco años después, regresaba a "recoger los pasos" y pensar en mi época de primípara no me parecía tan lejana. Tal vez el hecho de encontrarme otra vez en París, me hacía sentir que ya recuperaba un poco de esa parte de mi vida. Algo en la mezcla de todos esos sentimientos de fatiga, ansiedad, melancolía y felicidad, logró hacer fluir los recuerdos en mi cerebro y poco a poco comenzaron a volver los nombres y las imágenes que en mi cama de Medellín buscaba sin poder dar con ellos. De repente, París me abría nuevamente la puerta para entrar en Europa a través de esa yo que la conocía, que sabía cómo vivirla, que automáticamente asumía el mando, despojando a la turista novata que había salido horas antes de Ríonegro. Cada vez más, todo me volvía a resultar tan familiar e iba consolidando el sentimiento de "nunca haberme ido".

Europa para mí era sinónimo de libertad. Cuando llegué allí, sentí que comenzó realmente mi vida. El tiempo anterior podía resumirse a 14 años de cárcel en el colegio y aventurillas locas de niña y adolescente sin trascendencia. No obstante, pasados 4 años de universidad, tras terminar mi tesis de grado y pasar todos los exámenes finales, la situación era opuesta. Alemania era una cárcel de frío, Europa un gran parque temático donde todo estaba hecho y las opciones de vida era seguir caminos trazados por otros antes para lograr objetivos ya plenamente conocidos, mal llamados: resultados. Colombia en cambio aún tenía ese aura de misterio de tercer mundo, de exótica extravagancia, de animalidad y pasión. Y yo respondía al llamado de la selva con una nostalgia incontenible hacia mi ciudad, mi familia y aquel mundo que abandoné por subestimar su simpleza y no entender que todo allí se trataba de la celebración visceral de la vida.

Ni siquiera esperé la ceremonia de graduación. Hice que me mandaran, dos meses después, el título por correo y tomé el primer vuelo que pude pasada la fecha de la publicación de mis notas finales. Los dos meses de espera por el diploma en Munich hubieran significado una única y despreciable cosa: nieve. Nieve blanca recién caída hasta la rodilla, hielo congelado al rededor de las agarraderas de mi bici, nieve derretida y mezclada con el pantano de las calles. En cualquiera de sus formas, no me gustaba la nieve. En mi ciudad de la eterna primavera, en cambio, me esperaba una suave brisa tropical. Y cuando por fin regresé, fue para encontrarme con que todo lo que más anhelaba estaba en aquello que creía que era lo que menos importaba.