7.12.11

Yo nunca había visto nieve en el mundo real

3.
La relación con Alemania empezó por el colegio. Mis papás decidieron meternos a mi hermana y a mí a un colegio trilingüe porque presentían que, para el mundo que nos iba a tocar, el inglés no iba a ser suficiente. Estaban convencidos que entre más culturas uno pudiera conocer desde pequeño, más oportunidades podría abrirse a lo largo de la vida.

Mi papá había estudiado en el primer colegio gringo que se instaló en Medellín. También fue parte del primer grupo de estudiantes paisas que realizó un intercambio escolar a los Estados Unidos. Yo lo sabía, no tanto porque él nos contara al respecto, sino por dos recortes de periódico que aún conservaba. En el primero, se le veía sonriente en el avión de ida, vistiendo traje de corbata, con tan sólo 14 años. En el otro, el periódico local de Buffalo, lo entrevistaban por ser la primera persona de Colombia que llegaba allí. No recuerdo la foto, pero sí que mi papá decía que en su tierra se comía “arepa”, a sort of a corn pancake. Yo no lo habría podido decir mejor. Lo que también había para ver, era una foto de un paisaje blanco y en él, cubierto de arriba abajo por toneladas de ropa nunca antes vista, mi papá asomando sus ojos pequeños y una gran sonrisa. Pensar en mi papá de niño, en esa ciudad remota, me hacía sentir gran curiosidad por el mundo. Yo nunca había visto la nieve en la vida real. De alguna manera, saber del mundo a través de él, hacía que este se me hiciese un lugar más familiar, más cercano y por ende mucho más probable.

Terminada la universidad, mi papá decidió irse a vivir a Australia y pasó allí cuatro años. Solía imaginarme mientras crecía, que por poco pude haber nacido en aquel remoto país. Tal vez podría haber tenido ojos verdes, hablar inglés y conocer personas totalmente diferentes. Soñaba con esa vida paralela en la que pude haber ido a otro colegio y ser feliz, porque en el mío, serlo no fue fácil.

Quería que mi segundo idioma fuera inglés, pero iba a un colegio alemán. Las clases de inglés no comenzaron hasta la quinta clase. Yo amaba el rock con todo mi ser y cantar “música americana” -como se le llamaba entonces-, sólo me dejaba una opción: intentar imitar la fonética tan cercana como posible a lo que lograba semidilucidar. De esa manera llegué a nefastas conclusiones de significado como “anillu (in need you)= anillo o star=estar. Años después, en la octava clase, ya cantaba canciones americanas fluidamente y me reía de mis inventos infantiles. A comparación del alemán, el inglés me pareció piece of cake. En parte porque mi disposición al aprenderlo fue como recibir una herencia sagrada que me pertenecía casi que genéticamente y segundo, porque gracias a los servicios de la perubólica, crecí en medio de sobredosis diarias de Disney Channel y HBO. De manera que el inglés rápidamente se convirtió en mi segundo idioma.

Mamá en cambio, sólo parecía existir desde los 16 años. Sus recuerdos de niña parecen no existir y tan sólo he encontrado un par de fotos de ella pequeña. Una preciosa, donde se ve a un bebé rubio a morir, que acaba de aprender a caminar, con crespos angelicales, en pañales, posando tímidamente entre rosales. Luego otra de su primera comunión, a los 9 años, con el pelo liso, negro, corto y mirada seria. Eso era todo. Las que seguían eran todas de ella adolescente, en fiestas con vestidos setenteros increíbles, con rostro siempre perfecto y rodeada de gente cool. Ella no había viajado nunca a ninguna parte, pero tampoco le hacía falta, ya que ella nació con sentido de mundo. Sabía un poco de inglés que había logrado aprender en los estudios profesionales que comenzó pero nunca terminó, también entendía y hablaba un poco de alemán, que aprendío a través de mi hermana y yo. También sabía decir cosas básicas en francés que sólo pudo poner en práctica en el primer viaje que hizo al exterior, cuando fuimos mi hermana y yo con ella a París, a celebrar su cumpleaños número 50.Nunca la ví tan feliz ni tan hermosa como en esos días. Siempre lamenté que ella no hubiera tenido mi vida, pues sé que la hubiera aprovechado mucho mejor.

Papá regresó de Australia debido a la muerte inesperada de uno de sus hermanos. Él era el mayor de ahora sólo cinco hijos y mi abuela lo necesitaba a su lado. Fue en esos días de duelo cuando conoció a mamá y quedó perdidamente enamorado. Lo malo es que no era el único. Mamá tenía muchos pretendientes. Entre ellos estaba un holandés que le regalaba acetatos de rock and roll y revistas con ideas liberales. También había un médico, quien pretendió a una de mis tías hasta que en una visita conoció a mamá. Y finalmente estaban los judíos, a los que mamá nunca les paró bolas.

Finalmente, ella terminó decidiéndose por mi papá, aunque no estaba muy segura de querer casarse. Mientras ella lo pensaba, él tenía tiquetes comprados para hacer una gira con dos amigos por toda Europa. Si ella no se había decidido para cuando llegara a Roma, él tomaría desde allí el avión de regreso a Australia, donde le esperaba una vida con novia, trabajo, casa y carro. Mamá aún guarda un cerro de postales de amor provenientes de todas aquellas míticas ciudades con las que ella, al igual que yo, soñaba. En ellas le prometía que si decía que sí, él regresaba a casarse y quedarse con ella para siempre.

Pero por más que hubiera aprendido close to perfect english y un decente alemán, viajara por el mundo y viviera todas las experiencias de aldea global posibles, como tomar chinchirri en una botella de vino Cavalli que dejó el mismísimo en un hostal de Punta Gallinas, Guajira, no fui australiana, mi lengua materna no fue el inglés y no tuve los ojos verdes. Papá no se había quedado allí para engendrarme, sino que de Roma, regresó a Colombia, se casó con mamá y vivieron en Colombia el resto de sus vidas. Como consecuencia, resulté siendo una mestiza promedio, más paisa que la arepa de chócolo con quesito y con un pasaporte colombiano para mostrar orgullosamente en cada requisa de aeropuerto. Sin embargo, serlo también implicó heredar la visión de mundo de mamá y las posibilidades reales de viajar de papá, por lo que nunca me consideré tercermundista, sino, más bien, ciudadana global con derecho al mundo.

4.
Tardé muchos años en perder la inocencia. Mi primera experiencia en Alemania, un intercambio colegial de un año en una escuela en las afueras de Hamburgo, fue un respiro a la agobiante cotidianidad que me ahogaba en Medellín y en su colegio alemán. Por un lado, fue toda una novedad para mí encontrarme con una clase unida en la que todos eran amigos, o por lo menos mantenían relaciones amigables. Tratándose de una escuela pública, allí iban todo tipo de personas. Basti, era hijo de un albañil, se ponía siempre la misma ropa, desayunaba todos los días con cerveza y olía pésimo. Nadine, era la hija de un cirujano importante, sacaba las mejores notas y su madre la llevaba al colegio en un increíble BMW. Desde luego, Basti y Nadine no eran los mejores amigos, pero tampoco enemigos. Si su caso se hubiera dado en mi colegio en Medellín, se hubieran tenido que odiar a muerte y hacerse la vida imposible hasta que graduarnos o hasta que alguno de los dos desistiera y se saliera del colegio. En pocas palabras, Hamburgo fue para mí, ante todo, una lección de tolerancia.

Yo no era la única extranjera de la clase. Además de mí, había dos chicos de Afganistán, una rusa, un eslovaco, un birmano, una filipina y yo. Rápidamente me hice amiga de casi toda la clase y comenzaron a invitarme a sus fiestas. Allí, descubriría un nuevo mundo y, sobre todo, otras maneras de divertirme. Yo estaba por cumplir 16 años y era virgen. Creo que en toda la clase sólo la afgana y yo lo éramos. De resto, todo el mundo tenía sexo desde los 13, fumaba cigarrillo y marihuana, y cuando decían que iban a recogerme, no lo hacían en carro, sino en bicicleta. Las conversaciones con las chicas era sobre técnicas para dar mejor sexo oral, la música que se bailaba era hip-hop, y la diversión parecía no tener fin porque no había hora límite establecida, ni papás que interrumpieran la fiesta, ni nadie que viniera a regañarnos. Podía salir y llegar a la hora que quisiera, las calles eran seguras y si algo se me perdía, seguramente al siguiente día lo recuperaba. En fin, parecía no haber peligros ni amenazas. Alemania se convirtió entonces para mí en la tierra del no juicio y del no prejuicio, en la que a los 16 se era totalmente libre y autónomo. Eso era exactamente lo que yo había estado buscando y, por ende, rápidamente aprendí a ser feliz.

Mi experiencia en Hamburgo me concedió tres deseos. El primero fue poder ser yo misma, sin temor a las consecuencias. El segundo fue conocer la nieve. Sucedió cinco meses tras mi llegada. Era octubre, hacía unas semanas había cumplido años y no estaba esperando que sucediera aún, ya que apenas comenzaba el otoño y los árboles comenzaban a volverse de colores. Yo estaba sentada en una clase aburrida que dictaba nuestro director de grupo y de la que sólo entendía la mitad, pues todavía no dominaba el idioma. Miraba por la ventana cuando comencé a ver pequeñas motas blancas que caían lentamente.
-¿Es eso nieve? -pregunté en voz alta
-Sí Laura, eso es nieve -me contestó con naturalidad el profesor y quiso proseguir con su clase.

Entonces me puse de pie y fui a abrir la ventana.

-¿Qué pasa Laura? –me preguntó el profesor ya un poco impaciente.
-Es que en mi país no hay estaciones, allá siempre es verano. Yo nunca he visto nieve en la vida real –dije con tanta emoción, que se me llenaron los ojos de lágrimas.

Creo que para ellos fue tan difícil de creerlo como para mí. Entonces, mis compañeros comenzaron a ponerse de pie y a acercarse también a la ventana y a describirme con emoción cómo era la nieve y todo lo que se podía hacer con ella. En el fondo, todos seguían siendo también niños y creo que mi ingenuidad les facilitaba recordarlo cómo serlo. Entonces, el profesor propuso que todos saliéramos 10 minutos para que yo pudiera conocer la nieve. Dejé que mis palmas y pelo se llenaran de motas y luego me llevé un poco a la boca para probarla. Estuvimos en el patio hasta que el piso se cubrió de un ligero manto blanco y entonces dejó de nevar. Volvimos a la clase y para cuando esta terminó, ya la poca nieve caída, había desparecido.

No volvió a nevar hasta noviembre. Aquel fue un invierno de muñecos de nieve, guerras con bolas de nieve, tardes y noches de patinaje en el hielo y mucho frío. Me sacié de nieve hasta el cansancio y creo que mis compañeros también.

El tercer deseo que me concedió Hamburgo fue el descubrimiento del arte y de la artista que vivía en mí. En Medellín, mi relación con el arte se había resumido a las clases de obras manuales del colegio, las cuales detestaba. En ellas hacíamos costura, vaciado en yeso, pintura, dibujo arquitectónico, batik y pirograbado. Para ninguna de las anteriores demostré tener grandes habilidades. La situación se agravaba debido a mi mala relación con las profesoras. Recuerdo que una vez logré que un vaciado en yeso no se quebrara al desmoldarlo y procedí a pintarlo. Era una escena invernal, con un árbol sin hojas en medio de la estepa. Yo pinté la nieve anaranjada y a la profesora no le gustó.

-La nieve es blanca –me dijo.
-Yo nunca he visto nieve en la vida real profesora, por lo tanto no me costa que sea blanca. Hasta que no la conozca, para mí, será anaranjada –repliqué.

Ese trimestre reprobé la materia y me pasé el resto del año procurando entregar plantillas perfectas de dibujo arquitectónico para promediar la nota, de manera que no fuera a perder la nieve por la falta de comprensión artística de mi profesora. Pasé raspando y lo único que aprendí fue a odiar las obras manuales aún más.

Frau Schulz, la profesora de arte de mi colegio en Hamburgo, una señora de pelo canoso y largo, con gafas a lo John Lennon, era todo lo contrario. Con ella aprendí que no se pintan las palabras para las cosas, sino las cosas mismas. Con toda su pacencia, ella me enseñó a dibujar y a partir de entonces, copiar con mi mano lo que tenía al frente dejó de ser un imposible. Terminado el invierno, entregué un dibujo impecable en el que trabajé más de siete meses: un autoretrato de mi mano, dibujando un paisaje invernal: la prueba tácita de lo que era capaz de hacer, aunque me hubieran hecho creer toda mi vida que no tenía habilidad para hacer. En la primavera, comenzó mi nueva lección: unir mi mano y mis ojos al corazón, de manera que ya no sólo tuviera que imitar lo que veía, sino que pudiera expresar lo que sentía. Con tristeza, tuve que interrumpir este proceso, ya que a finales de mayo se acababa mi año de intercambio y debía regresar a Colombia. Despedirme de ella y de la clase de arte fue una de las experiencias más tristes. Gracias a ella comencé a interesarme cada vez más por el arte, a volverme sensible a sus expresiones y desarrollar habilidades interpretativas. Ella me inició un camino en el que, si bien no he avanzado demasiado, no ha sido posible abandonar.

Regresar a Medellín para volver a convertirme en una adolescente de 16 que debía crecer cuasi encerrada por el temor de sus padres a morir asesinada o víctima de una bomba en la calle, sin capacidad de decisión y mucho menos de movilización y sometida a asistir en un colegio privado de niños ricos, todos más insoportables que el anterior, fue una pesadilla que por fortuna tuve que soportar solo un año más. Mi inocencia se conservaba intacta gracias a mi experiencia en Hamburgo y me seguía creyendo con derecho al mundo. Terminada la clase 11, podía comenzar estudios universitarios y decidí irme nuevamente, esta vez mi destino era otra ciudad que no conocía: Bogotá.

14.9.11

El largo camino hacia el descubrimiento de la sabiduría

1.
Se dice comúnmente que “ya es ya”, pero en realidad entre ambos hay tanto espacio y tiempo como para imposibilitar que se trate del mismo presente. Al parecer, la diferencia se reduce a una cuestión de variables, como si a cada punto del plano cartesiano correspondiera una identidad propia; y como si cada uno de nosotros fuese uno de esos puntos, recorriendo dimensiones caóticamente, en busca de su propia felicidad, pero extrañamente desarrollando relaciones animales, que llamamos sociales, con muchísimas reglas. La vida siempre me pareció un cuento jarto de comprender.

Regresé a Munich tras cinco años. Lo hice con la intención de reencontrarme con viejos amigos de la universidad; pero, sobre todo, con el anhelo de volver a ver las pinacotecas, visitar mis librerías y anticuarios favoritos, cruzar jardines y puentes en bicicleta y asombrarme nuevamente de lo verde del Isar. Regresé, en fin, para buscar la artista que floreció en mí en Europa y que, de vuelta a su tierra natal, enmudeció al enfrentarse a lo que todos denominaron “el mundo real”. El mundo real era el mundo del trabajo, del billete, de la independencia.

El mundo real apelaba a aquella versión de mí que menos me gusta, pero que más hace. Durante casi un año me debatí entre resistir y luchar por una vida construida desde y por el arte, pero la batalla la ganó la urgencia de verme siendo parte funcional de la sociedad. Tomé entonces un primer puesto, un segundo y un tercero, con la intención de hacer dinero en vez de pedírselo a mi papá.

Me fui a vivir sola, compré un carro, una TV. gigante y hasta acciones en la bolsa. Pasaron cinco años y cuando me di cuenta, tenía todo menos tiempo para disfrutar mi vida, por lo que nada tenía sentido. Había fallado en convertirme en la persona que había soñado. Intenté hacer entonces algunos cambios. Vendí el carro, subí seis kilos y me fui a vivir al campo. Sin embargo, no renuncié a mi trabajo. Sentía que, aunque lo hiciera, el tiempo libre que me llegaría, ya no podría ser transformado en arte pues algo en mí se había secado. Entonces, aquella pragmática de la que tanto me quejo, trabajó duro y reunió el dinero para conseguirme un tiquete aéreo de vacaciones a Alemania, con el fin de que allí pudiera buscar a la otra; la callada, artística, sensible, idealista y ya casi olvidada.

Era impensable viajar a Alemania sin visitar a mi hermana, quien vivía en Dusseldorf. Desde luego, entre todos los planes de amigos y museos, verla era la parte que menos me entusiasmaba, ya que nos visitábamos con regularidad. Aún así, encontrarnos era la oportunidad para hacer las cosas que más nos gustan, o sea, básicamente, comer, ir de shopping, visitar uno que otro sitio de interés turístico y, desde luego, hacer paseos en barco. En fin, estaba convencida de que la pasaríamos muy bien.

El itinerario era el siguiente: volaba el viernes 8 de julio, llegaba el sábado 9 a medio día a Dusseldorf. Mi hermana y su marido me recogerían en el aeropuerto, para salir en carro derecho a La Haya, donde pasaríamos el fin de semana. A partir del lunes, mi hermana y yo recorreríamos Düsseldorf y sus alrededores. El viernes, saldríamos nuevamente los tres hacia Munich, aprovechando que Toni, el marido de mi hermana, no la conocía y que podríamos quedarnos todos donde la tía Poto, quien vivía allí desde joven.

El domingo, cuando ellos regresaran a Dusseldorf, yo me mudaría a la casa de Sarah, punto de encuentro con las otras dos amigas que venían desde Perú e Inglaterra para, juntas las 4, con el novio de Sarah, viajar el viernes siguiente al sur del Tirol, en Italia, al matrimonio de Gudi, la que había sido mi gran amiga de Munich, entre muchas otras grandes amigas. Pero es que Gudi, se me había robado el corazón con su inocente locura, sus ojos pistacho pastel y su dulce autenticidad. Gudi, como si fuera poco, se casaba con Vinicius, un brasilero precioso en todos los sentidos. Alguien perfecto para ella.

Al día siguiente, pasado un poco el guayabo, regresaríamos a Munich y dormiría allí una última noche, para volar el día siguiente a casa. En total pasaría 18 días de vacaciones en 3 países europeos. Y eso que estoy dejando Italia afuera, ya que la experiencia de ir a Südtirol es en realidad austriaca, sólo que con un poco más de parmesano.

Recuperar 5 años en menos de tres semanas no era posible, eso lo sabía. Por lo mismo, tampoco lo estaba esperando. Debía definir prioridades y finalmente quedé con dos: ir tras el arte y estrechar los lazos con mis viejas amigas a las que, entre otras, les debía hacia mucho esta visita, ya que ellas ya habían ido hasta a Colombia a visitarme. Gudi vino unos meses después de yo haber regresado a Colombia. Nos quedamos unos días en mi casa en Medellín, haciendo paseos a pueblos en Antioquia los fines de semana; y luego nos nos fuimos una semana a Cartagena para celebrar mi 26avo cumpleaños. Ese día fue increíble. Llegamos un lunes a las 7:30 de la mañana y a las 12, antes del almuerzo, ya estábamos totalmente rascadas en la piscina. Almorzamos, descansamos en el sol, y a eso de las 5 empezamos con el cocoloco. A media noche estábamos metidas en el mar, ahogándonos de la risa, con las olas y las algas. Como a la hora nos fuimos al hotel y nos metimos una ducha de 2 horas non stop en agua híper caliente para sacarle las algas a los vestidos, que habían quedado vueltos unos popós.

Sarah me había visitado hacíia dos años. Había venido dos semanas con Anke, una amiga de ella que yo no conocía y a quien se la monté todo el tiempo con el dicho "Danke Anke". No habíamos logrado aprovecharnos tanto porque entonces yo tenía que trabajar de 8 a 6. Aún así había sido una experiencia muy bonita. Me hacía mucha ilusión saber que a pesar del tiempo y la distancia, ella y Gudi seguían siendo dos grandes amigas.

Pocos días antes del viaje sucedieron tres hechos inesperados que afectaron el plan original. El primero fue que Sarah terminó con su novio tras descubrir que se escribía mails comprometedores con otra. Esto implicaba, por un lado, que ahora no teníamos carro para viajar al Tirol; pero por otro, que tampoco tendríamos a un hombre, desconocido (por lo menos para mí) interfiriendo en nuestro feliz reencuentro de sólo mujeres. Nosotras que nos queremos tanto. Desayunábamos a eso de las 9 de la mañana y nos cogía la media noche hablando en la misma mesa, a veces hasta sin bañarnos. Así de cercanas nos sentíamos, casi casi como hermanas.

El segundo hecho fue que Gudi me escribió pidiéndome que viajara con ella desde el martes (y no desde el viernes, como yo tenía planeado) al Tirol, para ayudarle con todos los preparativos de la Boda. Aunque me gustaba mucho la idea de pasar tiempo a solas con ella, esto implicaba reducir a tres días mi tan anhelada estadía en Munich, lo que no me dejaría suficiente tiempo para visitar todos aquellos lugares que me moría por ver otra vez, en busca del tiempo recuperado.

Finalmente, el tercer hecho fue que cuando le conté a mi hermana cuáles eran mis planes en Munich, me explicó que ya Toni había pedido el lunes libre en el trabajo y que le parecía muy mal que yo no pasara con ellos la noche del domingo y la mañana del lunes, por irme donde las amigas que igual iba a ver días después. Ni hablar.

De esta manera, me encontraba en una encrucijada: iba a gastarme una pequeña fortuna en mis vacaciones con el fin de pasar una corta temporada en Munich que me permitiera reencontrar mi yo artista; y ahora resultaba que de mis 18 días, sólo 3 iba a destinarlos a ese fin. Las cosas no estaban saliendo como las había planeado. Fue entonces cuando tomé dos decisiones:
a. pasara lo que pasara durante mi viaje, me relajaría y lo disfrutaría.
b. sin embargo, lucharía por satisfacer mis intereses, gustárele a quien le gustara.


Mientras tanto, mi novio estaba totalmente inconforme con mis vacaciones sin él, comportándose como un niño rabioso, lo que no hacía mi partida más fácil. Sólo mis papás parecían comprenderme, aunque me daban consejos para que al expresar lo que yo realmente quería, procurara no herir los sentimientos de los demás. Y aunque la prudencia no es lo mío, eso empecé a hacer, o por lo menos, a intentar hacer.

2.

Pude terminar Indignation tan sólo en la escala en París. Exactamente un año antes lo había comprado en una pequeña librería de un canadiense en St. Michel. Este tipo de compras obedecen a un hábito adquirido en viajes, de comprar libros en su idioma original, ya que no se consiguen fácilmente en mi país. Aquella vez en St. Michel no busqué un libro determinado, sino que elegí al azar. Cualquier libro del tal Philip Roth, del que todos hablaban y yo por exceso de literatura japonesa no había podido ni abrir. Y de paso, me llevé dos más: Youth, de Coetzee, con el que ya iba por su quinto libro, porque también me obsesiona y, The Great Gatsby, que me había jurado no tocar hasta que no pudiera conseguirlo en inglés.

No fue fácil que llegara el momento para abrir Indignation, ya que mi vecino en el avión no se aguantó las ganas de contarme su vida en un par de horas, comportamiento clásico colombiano que casi sin excepción se lleva a cabo cuando uno de los viajeros de cualquier medio de transporte aéreo, terrestre o marítimo, supera los 45 años.

Logré avanzar poco en la lectura, ya que la conversación inevitablemente se reanuda cada vez que mi compañero de la ventana necesita entrar o salir. En este caso, me tocó un militar, casado, con dos hijas, radicado en Bogotá pero habiendo combatido su juventud en las selvas colombianas (y con muchas anécdotas al respecto), a punto de ser ascendido a coronel, rumbo a una capacitación en tácticas bélicas en la China. Desde luego, y con la intención de honrar a mis todos-sin-excepción ancestros paisas, yo también le conté mi vida a él con una pequeña dosis neomarxista, cuya aplicación considero siempre necesaria cuando me cruzo con un miembro de la fuerza pública nacional por más de media hora. Yo soy típica paisa pero de la corriente de José María Córdova, Fernando González y Porfirio Barba Jacob.

Había elegido ingresar a Europa por París, ya que en España, a los colombianos, nos tratan aún peor que a la categoría de “escoria” que de por sí tenemos en cualquier otro aeropuerto del mundo. Sin embargo, París en verano es París en verano; y los guardias se ven obligados a movilizar miles y miles de turistas de todos los países del mundo a gran velocidad, por lo que no hay tiempo de detenerse a joder la vida a cualquier colombiana con carita de inocente y pasaporte lleno de visas Schengen que cruce inmigración.

Indignation me dejó una incómoda sensación. A pesar de habérmelo consumido, pues la narración de Philip Roth tiene un ritmo vertiginoso, me quedaba la duda de la verosimilitud. ¿Cómo una causa tan pequeña, podía derivar en consecuencias tan lamentables? ¿De dónde salían esos personajes? ¿Acaso algunos no eran un tanto rebuscados, como la chica suicida? No sabía… no estaba segura. Aun así, la lectura evocó memorias de la época en que terminé el colegio y, como en el libro, dejé todo lo que me era familiar atrás para ir en busca de lo desconocido. Ahora, cinco años después, regresaba a "recoger los pasos" y pensar en mi época de primípara no me parecía tan lejana. Tal vez el hecho de encontrarme otra vez en París, me hacía sentir que ya recuperaba un poco de esa parte de mi vida. Algo en la mezcla de todos esos sentimientos de fatiga, ansiedad, melancolía y felicidad, logró hacer fluir los recuerdos en mi cerebro y poco a poco comenzaron a volver los nombres y las imágenes que en mi cama de Medellín buscaba sin poder dar con ellos. De repente, París me abría nuevamente la puerta para entrar en Europa a través de esa yo que la conocía, que sabía cómo vivirla, que automáticamente asumía el mando, despojando a la turista novata que había salido horas antes de Ríonegro. Cada vez más, todo me volvía a resultar tan familiar e iba consolidando el sentimiento de "nunca haberme ido".

Europa para mí era sinónimo de libertad. Cuando llegué allí, sentí que comenzó realmente mi vida. El tiempo anterior podía resumirse a 14 años de cárcel en el colegio y aventurillas locas de niña y adolescente sin trascendencia. No obstante, pasados 4 años de universidad, tras terminar mi tesis de grado y pasar todos los exámenes finales, la situación era opuesta. Alemania era una cárcel de frío, Europa un gran parque temático donde todo estaba hecho y las opciones de vida era seguir caminos trazados por otros antes para lograr objetivos ya plenamente conocidos, mal llamados: resultados. Colombia en cambio aún tenía ese aura de misterio de tercer mundo, de exótica extravagancia, de animalidad y pasión. Y yo respondía al llamado de la selva con una nostalgia incontenible hacia mi ciudad, mi familia y aquel mundo que abandoné por subestimar su simpleza y no entender que todo allí se trataba de la celebración visceral de la vida.

Ni siquiera esperé la ceremonia de graduación. Hice que me mandaran, dos meses después, el título por correo y tomé el primer vuelo que pude pasada la fecha de la publicación de mis notas finales. Los dos meses de espera por el diploma en Munich hubieran significado una única y despreciable cosa: nieve. Nieve blanca recién caída hasta la rodilla, hielo congelado al rededor de las agarraderas de mi bici, nieve derretida y mezclada con el pantano de las calles. En cualquiera de sus formas, no me gustaba la nieve. En mi ciudad de la eterna primavera, en cambio, me esperaba una suave brisa tropical. Y cuando por fin regresé, fue para encontrarme con que todo lo que más anhelaba estaba en aquello que creía que era lo que menos importaba.

24.5.11

Todo bien

Y de manera pausada, lenta, todo ha cambiado. Ya las angustias no son existenciales, ni los problemas de vida o muerte. El tiempo posee un increíble poder transformador, a veces brutal, a veces amable, como el de estos últimos meses.

El primer cambio lo trajo la vida misma y ha sido el único proceso drástico de esta historia. Un exceso de licor y una falta extrema de sueño produjo un accidente en el que no estuve, pero que dejó mi carro en pérdida total. Descubrir que la necesidad de un carro no era real, fue el primer paso. El segundo, fue decidir que en vez de un nuevo carro, necesitaba nuevos zapatos. Nada de tacones, sino unos muy cómodos para caminar.

Tres meses después del accidente, mientras veía al Japón hundirse inexplicablemente en el mar, decidí que era hora de dejar la ciudad que me estaba matando y darle la espalda a este estilo de vida que no escogí y que me rehúso a aceptar por más tiempo, permitiendo que crezca, mientras me quedo mirando la tele o tipeando en este computador, pasivamente.

Cuántas veces soñé con un cambio, con una nueva vida, natural, tranquila. Cuántas veces también me atemoricé de dejar la ciudad y su vida nocturna y mis vicios. Finalmente ganó la l. de los 30 años, el nuevo yo en que me convierto cada día. Sencillamente empaqué y me fui al campo. Digo, nos fuimos, porque no me fui sola.

Por primera vez en mi vida tengo una relación larga y estable. He llegado a sentir a veces el peso de monotonías repentinas y me he dicho a mí misma que nunca he estado en esta posición y que no sé cómo seguir. Pero la respuesta a esa pregunta también ha llegado, sabia como el conocimiento milenario de la agricultura, para decirme que para vencer esa monotonía y seguir sólo hay un camino, que siempre será el mismo: seguir.

Aunque no vivo aquí (en la ciudad), vengo todos los días, porque acá está, aún, el camello (no todo ha cambiado). Salgo de mi casa a primera hora del día, sintiéndome como el viejo de "El Silencio de la Montaña", viendo los pajaritos, oliendo el aire más fresco y delicioso y hablando con las montañas. Me monto en un bus casi siempre repleto, a veces miro el bello paisaje, otras, como hoy, me quedo dormida y me despierto uno o dos minutos antes de mi parada (parada es un eufemismo, ya todos conocemos la situación) y me bajo en la 33, entre ela avenida del ferrocarril y la autopista (algo así como el mismísimo infierno urbano). Todos los dias, sin excepción, me aterro de la ciudad, como si nunca hubiera vivido en ella, como si desde siempre le hubiera pertenecido al campo y no conociera ni comprendiera nada de lo que pasa en el mundo de lo moderno y sus complejos inventos.

Y realmemte es que no entiendo cómo es que hemos permitido que este modelo sea nuestra respuesta a los desafíos demográficos y que estas sean las soluciones más aceptadas, más compradas, del supuesto desarrollo o progreso. Tantos carros, tanto ruido, tanta agresividad que no parecen (que no son!) males necesarios del desarrollo. No parecen ni son un precio justo para la supuesta comodidad citadina.

Procuro que el smog y el ruido urbano no me afecten en lo personal y camino hasta mi oficina. He bajado de peso (sólo un poco) gracias a estas caminatas, algo que mi cuerpo y autoestima necesitaban.

Ahora solo falta hacer un último cambio, desviar mi rumbo hacia el norte de mis sueños (muy mañé?): escribir, recibir reconocimiento por lo que escribo (por lo menos que mis escritos queden bajo mi nombre y no a nombre de cualquiera de mis cientos de jefes), no ir más tras el arte (ya me ha tomado tanta ventaja que casi ha salido de mi vista), sino acercarme a él como el principito al zorro, hasta llegar a su centro y quedarme en él para convertirme en parte suya, y permitirle que él sea parte de mí.

En conclusión, los 30 han entrado con fuerza y por primera vez en todo este tiempo estoy lista para el amor. No el amor pasionario, ni caritativo, ni ninguna de sus manifestaciones esécíficas, sino sencillamente el amor en términos generales. Así como a veces me parece que después de llorar tanto chiquita, mis lágrimas entraron en vía de exitinción (lloro muy poco), creo que la inconformidad frente a ser quien soy y vivir en el mundo en que vivo, también comenzó a agotar sus existencias y ahora lo que me queda, lo que más queda por gastarme en los años que me queden es amor.

Nunca he hecho esto de escribir desde el amor y no desde el resentimiento, la crítica o la burla. Es nuevo para mí. Y bienvenido todo lo nuevo, porque el cambio ya no me atemoriza. Me siento tan renovada, pero tan vieja, tan preparada para la vida, que siento que apenas comienza.

No quiero dejar la sensación que me fui de Saulo a Paulo y que ahora voy a creer en dios y no voy a perderme una misa, para nada. Sigue acá la misma posición existencial, reconocedora de que no sabemos nada. Sencillamente menos impotente e indignada frente a ese hecho y dispuesta a gozar a pesar de esa premisa de partida.

Volveré con más frecuencia por acá con esta nueva actitud y con historias de la vida sencilla. :)

14.1.11

Año nuevo, Vida Nueva.

El primero de enero twittié: año nuevo, vida nueva, pura mierda (@traselarte). También lo puse en Facebook, donde casi de manera inmediata muchas personas de una respondieron que fresca, que la vida es bella, que siempre se puede volver a empezar, que hay que pensar positivo, etc.

Yo les voy a decir lo siguiente. No es ética ni correctamente político estar "fresco" en esta época. Probablemente no lo ha sido nunca, pero es que a mí no me tocó vivir en otras épocas, sino en esta y por eso me preocupo es por esta y no por las otras. También les voy a decir qué significa pensar positivo: pensar positivo significa pensar que todo va a estar bien; y cómo va a estar bien si todo al rededor está mal? Es decir, en mi vida personal todo, o casi todo, está bien, muy bien de hecho. Pero en mi vida como individuo perteneciente a esta especie, nada está especialmente bien. Basta con mirar las noticias, leyes antiinmigración, pájaros, peces y cangrejos muriendo en las costas de países varios, el islam cada vez con más rabia contra occidente, los judíos cada vez con más odio por gaza y el islam, las nuevas generaciones cada vez más metidas en pantallas y apáticas al contacto personal, cada vez más "seguridad" para más violencia, cada vez menos ricos más ricos y más pobres mucho más pobres, etc, etc.

La vida es bella? Sí, la vida es bella si uno cierra los ojos ante las consecuencias de tanta belleza. Trabajo en una alcaldía que pretende pagar la deuda histórica de esta ciudad, una muy pero muy grande, mientras la secretaria privada del alcalde usa carteras y zapatos que cuestan dos veces el mínimo, como mínimo. Y esa es la belleza de la vida, llena de Gucci, hoteles Hilton, modelos de victoria´s secret, caipirinhas, ferraris, casinos, apple, etc. Todo eso hace la vida bella, hermosa, hasta que uno llega a un semáforo y un mocoso mugriento te recuerda la pobreza, la falta, la muerte y game over. Claro, game over para mí. El resto de la gente parece no inmutarse, se libran del asunto volteando la cara, o peor aún, abriendo unos centímetros la ventana del carro para sacar un par de monedas. Pero nadie hace nada por el verdadero problema. A la vuelta de la esquina, olvidado el incidente, nos enamoramos de una nueva vitrina, o nos antojamos de un ipad y sigue la vida de la eterna maricada.

Que siempre se puede volver a empezar? De acuerdo, muy de acuerdo. Tomé la decisión de renunciar a mi trabajo para volver a empezar. No más echar la misma lora. Me siento más Fight Club que nunca y no voy a perder el impulso. Voy a volver a sacar mi pluma y transmitir todas esas cosas que pienso y siento pero que todos me aconsejan no repetir. Si el 2012 sí pasa algo, lo que sea, quiero me coja bien parada, en un lugar honesto, donde no tenga que avergonzarme de quién soy, lo que hago y lo que tengo. A partir de hoy, voy a pensarlo muy bien antes de venir a desahogarme acá con güevonadas. No voy a desperdiciar más palabras. A partir de hoy procuraré enviar mensajes, reales, poderosos. Porque somos seres reales y poderosos y a no ser que nos convenzamos de ello y nos pongamos en acción, el mundo que soñamos, nunca será el que tendremos.

Voy a luchar y no me importa si muero en la lucha. Por lo menos mi vida no habrá sido en vano y no habrá quedado atrapada en los tags más populares.

Les dejo este link para que pienses en qué lado quieren estar.
http://comment.rsablogs.org.uk/videos/