7.4.10

El invierno más largo de la historia

Había comenzado abril y el paisaje seguía siendo blanco. No podía distinguirse bien el cielo de la tierra, todo era como una nube, una niebla, una nieve que cubría los techos, las capuchas, los caminos, las pestañas. Pocas cosas se movían. De alguna manera, era como si hubieran puesto el mundo en cámara lenta. Yo lo veía todo desde mi ventana, mientras me tomaba una tasa de té caliente aún envuelta en la cobija. Me parecía una lástima que ese día no pudiera ser otra vez navidad.

El pronóstico del tiempo, que repetían cada media hora en la radio junto con el reporte del tráfico, anunciaba una temperatura promedio de -20 grados centígrados para el día y 40 kilómetros de tráfico por la autopista A 40. Eran las nueve de la mañana y apenas había luz para anunciarle al norte que había comenzado un nuevo día.

Pajarillos confundidos morían de terquedad o huían despavoridos sin encontrar explicación.

Yo me había puesto como meta que una vez pasara el frío, iría a recuperar a mi amor.


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Cuando mayo comenzó, ya todo se había tornado gris. Mi ánimo parecía adaptarse al color del paisaje. Había hielo y pantano en todas partes, me reía de la gente que caía al piso sin remedio. Los días comenzaban cada día más temprano, pero la temperatura no se comportaba como de costumbre. Algunos culpaban al cambio climático. Se hablaba de sequías y calores extremos en el sur. Otros especulaban sobre el 2012. Yo no tenía suficiente dinero para pagar la cuenta del gas y aún menos valor para apagar la calefacción. También me preocupaba él, cada día que pasaba era un día más de distancia entre los dos. Había roto una promesa hecha con el corazón, pero dentro mí, todo estaba congelado, incluso el tiempo.

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Junio fue el mes de los pero. Tuvo algunos días de sol que lograron secar las calles, pero la temperatura nunca superó los 5 grados. Todo el mundo estaba ansioso por deshacerse de las chaquetas y mostrar su piel, pero aparte de algunos osados con catarro o finlandeses, nadie lo logró. Salí un par de días a mover las piernas, pero aún temblaron de frío. Había una rabia generalizada por el clima. No se podía culpar a nadie, por lo que todos eran culpables. En el tren no se oían voces, tan sólo el desesperado tic tac de las suelas de los zapatos térmicos. Los cuerpos que caminaban en direcciones contrarias chocaban sin inmutarse, sin siquiera levantar la mirada. Los periódicos y tabloides abandonados en estaciones seguían pronosticando mal tiempo. El país entero había perdido la esperanza.

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La temperatura máxima de Julio fueron 13 grados, que permanecieron tan sólo 4 ó 5 días. La lluvia inundó pueblos enteros sin dar tregua; madrugaba y trasnochaba con el sol de verano que no calentó. Pocas flores florecieron. No se vieron minifaldas.

Cuando comenzaron las vacaciones, todo el mundo viajó al sur. Recibí postales de amigos que se refugiaron en islas tropicales y vi fotos en facebook de otros viajando bajo el sol. En las noticias hablaron del boom económico de los estudios de bronceado.

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En agosto, nuevamente esperando impaciente por la ventana el cambio de estación, colmé mi paciencia y decidí huir como otros tantos. Bastó con cruzar la frontera italiana para dejar las nubes y el viento helado atrás y ver tras tantos meses un cielo interminablemente azul y colores resplandecientes en cada ángulo. Venecia estaba tan llena de turistas como siempre y las góndolas se mecían sobre el un agua, que brillaba como en un Lorraine. Recorrí las mismas calles y canales que visité alguna vez con él. Me hospedé en el mismo hotel, en la misma habitación, busqué inútilmente su olor entre las sábanas y comí los mismos platos en los mismos restaurantes. Regresé a contemplar La Tempestad por horas como aquella primera vez, compré maíz para alimentar las palomas de la Plaza de San Marcos. Una vez más hice la siesta en el vaporetti y, al despertar, bajé a comprar cristales en Murano y a tomar fotos de puentes y fachadas.

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A mi regreso, me encontré con un septiembre, que si bien fue el mes más cálido del año, no superó los 23 grados Celsius. Algunos rayos de sol permitieron que brotaran de la tierra algunas frambuesas y bicicletas. Fueron días que me hicieron recordar la primavera que esperé en vano en abril y la promesa que nunca cumplí. Para fines de mes, el festival de la cerveza había embriagado a la población al punto de olvidar que había acabado el verano que nunca comenzó. A partir de entonces comenzó un otoño que rápido se confundió con un nuevo invierno, acaso el mismo.