27.5.10

Autorretrato

Tiene ojos que lamentan haber visto tanto de lo mismo, una sonrisa que ya casi sólo surge cuando hay ironía. Gusta de los niños y los perros, pero sólo por momentos. Ha olvidado si alguna vez supo qué era el amor.

Le atormentan pensamientos rabiosos de venganzas que nunca llevará a cabo. Los realiza frente al espejo, en el que se concentra en su expresión de soberbia, mientras a su alrededor alcanza a ver todo un mundo hipotético confabulado a su favor. Sale del baño arrepintiéndose de guardar tales sentimientos y se imagina que mientras tanto deben estar promoviendo un cáncer o atrofio en cualquiera de sus órganos. Sólo entonces recuerda la importancia de dar las gracias, aunque mayoría de las veces falla en darle a esta palabra su verdadero significado.

No le gusta la cebolla. No cree en fantasmas. Lamenta no tener más tiempo libre para jugar volleyball, cantar, bailar, escribir y dibujar. Sube y baja todos los días siete pisos en ascensor y, ocasionalmente, cuando éste se daña, lo hace por las escaleras.

Detesta las misas y ceremonias religiosas de cualquier índole desde que tiene memoria. Se afeita sólo cuando es absolutamente necesario. Es incapaz de entender los chistes de doble sentido.

Carece de tacto en su trato con la gente, peca por exceso de sinceridad y sufre a raíz del dolor que causa a seres queridos y los reclamos a lo que esto conlleva. Siempre ve lo malo antes que lo bueno. Aún así no se considera pesimista ni depresiva.

Hoy en día no tiene un color favorito, no sabe qué animal le gusta más, nunca ha votado y se queda fácilmente dormida en situaciones que encuentra de poco interés.

No sabe si se considera o no feliz, desconoce el sentido de la vida, le cuesta mucho darle un sentido a la propia. Preferiría tener un trabajo en el que pudiera dedicarse a pensar en el sinsentido de la vida de todo y todos y transmitirlo, pero en la vida real es burócrata de tercera categoría de un estado tercermundista. Aunque es consciente del absurdo, ejecuta su trabajo con suma responsabilidad y espera ansiosa la consignación a fin de mes. Se gasta un quinto del total en una terapia con sentido directamente proporcional al de su vida.

Aguarda grandes expectativas y trata de no sentirse frustrada al ver que no llegan.

A pesar del paso del tiempo sigue sintiendo que no encaja. Se ha hecho tras casi 30 años por fin a la idea de que tal vez nunca lo hará.

24.5.10

¿Qué es ser colombiano?

Es una pregunta que me he hecho muchas veces y que aún no logro responder a cabalidad.

Haber nacido en Colombia, dirán unos. Y yo les contaré de tantas personas que conozco que nacieron acá y no saben español. Eso no es ser colombiano.

Pertenecer a Colombia, dirán otros. En esta respuesta puedo detenerme un poco más. Me parece, en principio, acertada. El problema está en definir qué es pertenecer. ¿Basta decir con que uno pertenece para pertenecer? Me parece que no es tan sencillo. Que en el pasaporte diga que uno es colombiano, tampoco es garante de nada. Se puede ser colombiano, sin ser colombiano, pienso yo. Me explico, se puede haber nacido, crecido, vivido toda la vida dentro de los límites territoriales de este país y aún no ser de este país. Ese es casi mi caso, con excepción de 5 años que viví por fuera, y aún no me siento colombiana.

¿Qué me siento entonces, si no Colombiana? Si duda alguna paisa. Más paisa que la arepa, eso sí. Aunque no conozco todos los rincones de mi bella Antioquia, sí muchos. Hablo este idioma, entiendo esta cultura (a pesar de mí misma) y me como contenta su comida, así como canto enteras algunas (la verdad muy pocas) de sus canciones. Pero Colombia… la sola palabra me parece remota. Sé muy poco, cómo entonces podría auto designarme co-lom-bia-na? Demasiadas sílabas para un ser de tan corto alcance como yo.

En una semana hay votaciones para los colombianos. ¿Que por quién voy a votar yo? (sí, ya sé que nadie me está preguntando, pero aún así voy a seguir haciendo como si alguien lo estuviera haciendo). Pues por nadie. No voy a votar. Voy tranquila por la vida, contestando sinceramente, como sólo sé hacerlo; y alrededor mío todo (casi) el mundo (otra exageración) se escandaliza. Unos me amenazan que luego no puedo quejarme del presidente que quede, otros que cómo me atrevo a rehusar ejercer mi derecho y finalmente unos cuantos que qué desperdicio ese votico (pensando sin duda alguna en los que le quedarán haciendo falta a su candidato).

No es sólo que esta constelación de candidatos no me resulte particularmente atractiva (es cierto que no lo hace), es que ser colombiano, como ser de cualquier parte del mundo (el solo hecho de tener una etiqueta en un papel insulso llamado pasaporte) es una trampa. Una en la que no pienso caer. Ya tuve que caer en la del sistema educativo a la fuerza (comenzó con gritos suplicando no ir a la guardería y terminó recibiendo un grado por correo porque detesto las ceremonias de ese tipo). Ahora que puedo, voy a rehusarme a caer en la trampa del sistema democrático.

Cuando uno nace, se tiene que acoger a las trampas de la vida o morir. Yo soy demasiado cobarde como para darme muerte a mí misma o provocármela vía terceros. En verdad, quisiera ser aún más valiente y rehusarme, no a partir de negaciones, sino de acciones. Desde luego, el temor de cometer estupideces extremistas (aunque sumamente bellas) como los aviones estrellados contra las torres gemelas, me aseguran un siempre cómodo puesto de pasajero gratuito, de inconforme inactivo, de mediocre refunfuñón. Y eso soy, tampoco aspiro a más.

Pero esa cuota de inacción es suficientemente saboteadora y escandalosa para hacerme feliz (feliz? No estoy muy segura que esa sea la palabra, tal vez la palabra que defina el sentimiento no exista), y lo mejor: no me garantiza un boleto a la cárcel porque es perfectamente legal. Es tan anónima, que nadie se ocupa de castigarla, aunque muchos la repudien. Yo quisiera que los repudiadores se sentaran a pensar conmigo, o sin mí, pero por lo menos a pensar (por una vez en sus largas vidas) en que no hay que aceptar las trampas, en que esta silenciosa resistencia (no tan silenciosa después de todo), lograría mucho más si muchas más personas la asumieran. ¿Existiría la democracia si el 99% de los votantes no fueran a votar, ni acudieran a ningún discurso de ningún candidato, ni participaran en ninguna encuesta, etc.? De dónde sacarían ánimos los políticos para ser políticos si no existieran los adeptos? ¿Discursos ante plazas vacías? ¿Volantes sin repartir? ¿Banderas asfixiadas en el suelo? La anarquía no existe porque este mundo no es de individuos (aunque la modernidad se empeñe en repetirlo) sino de animales políticos, como bien lo sabía Aristóteles.

Pero nunca me he tragado mucho la baba aristotélica. Si me la tragara, habría creído en el silogismo: “si Medellín es de Colombia y yo soy de Medellín, por ende soy colombiana” y nada de esto hubiera sido necesario. Por lo tanto, aunque me considero animal, no me considero político. A eso se resume mi apuesta (y apuesto a que no es mía, sino que ya mucho antes se la habían inventado), es una lástima que pocos lo entiendan.

En este país hay una nefasta combinación de valores tergiversados con pasiones extremas. Sólo esas palabras bastan para explicar la violencia que tenemos. Habría que cambiar alguna de las dos, pero parece que no es tan fácil. Sólo a un presidente cínico incendiario como Uribe se le ocurre internacionalizar esa llama con una campaña como “Colombia es pasión” y vivir del negocio de la guerra desde el poder. En vez de alimentar esa larva letal, habría que darle tregua, permitirle que en su capullo madurara algo maravilloso, pero no damos tiempo a nada con las invasiones permanentes de esta era. La materia prima se queda en sólo eso y nos preguntamos todavía por qué en medio de tanta riqueza seguimos siendo tan pobres. Mientras tanto, todos se preocupan exclusivamente por quién va a votar uno, pero jamás por la solución a los problemas.

Para terminar quisiera compartir unas cuantas hipótesis sobre los candidatos de esta contienda electoral:

1. El pobre Santos es tan feo que ni siquiera puede salir en sus propias campañas. También podría pensarse que sus campañas son tan malas, que ni él quiere salir en ellas, pero creo que es más acertada la primera hipótesis.
2. Pardo no va a ganar porque no genera recordación. De otra manera, no me explico por qué nadie habla de cuando Escobar lo secuestró en la Catedral y sobornó así a Gaviria para escaparse; o de cuando traicionó una negociación con la guerrilla con el ataque a Casa Verde.
3. Petro es un hombre mal vestido, peinado y hablado. Eso tiene explicación en su pasado guerrillero. Los colombianos no son capaces de elegir a un exguerrillero mañé, así sea más inteligente que el resto.
4. Noemí Sanín no es paisa. Paisa que se respete se sabe el himno de Antioquia antes que el de Colombia. Esto reafirma su fama de traidora.
5. Germán Vargas Lleras es un político natural que nació cuando eso ya no se usaba.
6. Mockus es la prueba viviente de que la juventud colombiana es más facha que la generación de padres y abuelos uribistas, y lo peor es que aún no lo saben.

4.5.10

Vainilla.

Ya lo había visto varias veces. Tantas, que comenzaba a parecerme sospechoso. No tanto de que estuviera siguiéndome, pues era evidente que se trataba de encuentros casuales, sino del destino, que a veces se empeña en insistir con ciertas fichas, hasta hacerlo parecer todo más que coincidencia.

Un día nos saludamos. Fue en las escaleras eléctricas azules de la estación Münchener Freiheit. Yo bajaba y él subía. Yo venía sola, él con amigos. Me estaba dando la espalda y por eso no lo había reconocido, se volteó de repente y nuestras miradas chocaron. Fue un accidente que nos levantáramos la ceja en actitud de saludo, pues los dos sabíamos muy bien que no nos conocíamos. Volvimos a encontrarnos, dos o tres días después, en una discoteca en Alte Heide. Ahí fue cuando tuve certeza de que estábamos alineados en la U6. Él me miraba desde lejos, pero no pasó de ahí.

De la U-bahn recuerdo tres cosas especialmente:
1. Que en un vagón, a casi cualquier hora del día, casi cualquier día del año, uno podía oir el leve golpeteo del zapato de un sujeto con síndrome de pie nervioso, en el extremo opuesto del vagón.
2. Que en la salida de la U6 en la estación Marienplatz estaban las escaleras eléctricas más empinadas y largas que yo he visto jamás.
3. Que en septiembre se convertía en el depósito de vómito y borrachos del Oktoberfest y durante esas tres semanas era el lugar más detestable de toda la ciudad.

Una noche volvía de rezar la novena en casa de mi tía. El frío me obligó a tomar el bus 134, que se metía a dar la vuelta larga por un supermercado verde y amarillo al que nunca entré. Justo en esa estación se subió al bus. Tenía nieve en el pelo, las gafas empañadas y una mirada transparente. Su sonrisa le marcaba unos hoyuelos, que me permitían imaginarme cómo era cuando niño. Esa noche me habló por primera vez. Que cómo me llamaba, dónde vivía, qué hacía, dónde estudiaba y si tenía novio. Contesté todas las respuestas con la verdad y me bajé en mi estación sin devolver ninguna.

El invierno en Alemania es extraño. Blanco. Frio. Me gustaba sentir el deslizamiento de la bicicleta cuando frenaba en seco sobre el hielo. Me gustaba hacer siestas de 4 a 7 p.m. para acortar la noche. Lo mejor era cuando me iba a las antípodas a ver el cielo azul bajo 30 centígrados, mientras los tristes europeos seguían quemándose el culo de frío, fornicando desesperados por ahuyentarse de su perfección sinsentido. Y entonces yo me preguntaba si acaso los seres valían más por el solo hecho de sentir pasión por la vida misma. Quisiera poder recordar a los alemanes con menos desprecio, pero por alguna razón aún ilegible, me resulta imposible. Creo que sencillamente aprecio más la sonrisas que el vorsprung durch technick.

La última vez que nos vimos fue en una fiesta de verano en Studentenstadt. Estábamos sentados frente a frente, aunque en mesas diferentes. Habían pasado meses desde aquella noche en que caminaba con él en una noche fría de primavera camino a casa, a pie, porque no había más U-bahn ni buses. Estábamos a medio camino entre su casa y la fiesta donde habíamos dejado a todos mis amigos. Yo me comportaba como una tonta con iniciativa, pero en un momento de lucidez, en que él caminaba delante de mí, como buen árabe, entendí que nada de lo que venía a continuación era necesario, que ya había pasado por ahí una vez y que el amor que había creído poder sentir por él aquella tarde en su ducha, tras haber desayunado yogurth de vainilla, condición que le había dado para pasar la noche con él (extraña ficha con la que se empeñó mi infinito mundo de posibilidades en aquella época), sencillamente no era suficiente y lo mejor era regresar donde mis amigos, que ya empezaban a hacerme falta.
Sin dar explicaciones, lo llamé con un simple hey. El mismo gesto con el que le declaré mi “amor” una noche cualquiera, fue el mismo que usé para mi despedida. Esta vez , en vez de atrapar el beso que le mandaba y llevárselo directo a su corazón, dejó que el beso volara hacia el cielo y se fundiera con cualquier otra cosa en el mundo entero que en todo caso no era ni él. Yo no supe si ponerme triste o feliz.

Las extrañas fichas con las que se empeña de la vida, poco a poco se van volviendo símbolos, que a través de una serie de epifanías marcan nuestras vidas de principio a fin, y sus apariciones, las hacen poéticas o miserables, o ambas. Pareciera que cada cual escogiera la suya, se jugara la suya y la mayoría perdiera. Pareciera que hay personas capaces de quedarse vacías, o de sencillamente siempre sacar fichas muy insignificantes. Como el yogurth de vainilla.

Mirándome desde su mesa, se decidió por fin a ponerse de pie y venir a saludarme. Yo también ansiaba poder hablar con él y decirle cosas agradables, pero estaba con la hermana de mi novio y me tocó ser lo más imparcial que pude para no ir a despertar sospechas innecesarias. Él se sintió rápidamente rechazado y no tardó en irse. Me quedé sin saber su nombre, pues nunca más lo volví a ver. En mi memoria su nombre siempre será Tunesia y en la suya yo seré Colombia.