4.5.10

Vainilla.

Ya lo había visto varias veces. Tantas, que comenzaba a parecerme sospechoso. No tanto de que estuviera siguiéndome, pues era evidente que se trataba de encuentros casuales, sino del destino, que a veces se empeña en insistir con ciertas fichas, hasta hacerlo parecer todo más que coincidencia.

Un día nos saludamos. Fue en las escaleras eléctricas azules de la estación Münchener Freiheit. Yo bajaba y él subía. Yo venía sola, él con amigos. Me estaba dando la espalda y por eso no lo había reconocido, se volteó de repente y nuestras miradas chocaron. Fue un accidente que nos levantáramos la ceja en actitud de saludo, pues los dos sabíamos muy bien que no nos conocíamos. Volvimos a encontrarnos, dos o tres días después, en una discoteca en Alte Heide. Ahí fue cuando tuve certeza de que estábamos alineados en la U6. Él me miraba desde lejos, pero no pasó de ahí.

De la U-bahn recuerdo tres cosas especialmente:
1. Que en un vagón, a casi cualquier hora del día, casi cualquier día del año, uno podía oir el leve golpeteo del zapato de un sujeto con síndrome de pie nervioso, en el extremo opuesto del vagón.
2. Que en la salida de la U6 en la estación Marienplatz estaban las escaleras eléctricas más empinadas y largas que yo he visto jamás.
3. Que en septiembre se convertía en el depósito de vómito y borrachos del Oktoberfest y durante esas tres semanas era el lugar más detestable de toda la ciudad.

Una noche volvía de rezar la novena en casa de mi tía. El frío me obligó a tomar el bus 134, que se metía a dar la vuelta larga por un supermercado verde y amarillo al que nunca entré. Justo en esa estación se subió al bus. Tenía nieve en el pelo, las gafas empañadas y una mirada transparente. Su sonrisa le marcaba unos hoyuelos, que me permitían imaginarme cómo era cuando niño. Esa noche me habló por primera vez. Que cómo me llamaba, dónde vivía, qué hacía, dónde estudiaba y si tenía novio. Contesté todas las respuestas con la verdad y me bajé en mi estación sin devolver ninguna.

El invierno en Alemania es extraño. Blanco. Frio. Me gustaba sentir el deslizamiento de la bicicleta cuando frenaba en seco sobre el hielo. Me gustaba hacer siestas de 4 a 7 p.m. para acortar la noche. Lo mejor era cuando me iba a las antípodas a ver el cielo azul bajo 30 centígrados, mientras los tristes europeos seguían quemándose el culo de frío, fornicando desesperados por ahuyentarse de su perfección sinsentido. Y entonces yo me preguntaba si acaso los seres valían más por el solo hecho de sentir pasión por la vida misma. Quisiera poder recordar a los alemanes con menos desprecio, pero por alguna razón aún ilegible, me resulta imposible. Creo que sencillamente aprecio más la sonrisas que el vorsprung durch technick.

La última vez que nos vimos fue en una fiesta de verano en Studentenstadt. Estábamos sentados frente a frente, aunque en mesas diferentes. Habían pasado meses desde aquella noche en que caminaba con él en una noche fría de primavera camino a casa, a pie, porque no había más U-bahn ni buses. Estábamos a medio camino entre su casa y la fiesta donde habíamos dejado a todos mis amigos. Yo me comportaba como una tonta con iniciativa, pero en un momento de lucidez, en que él caminaba delante de mí, como buen árabe, entendí que nada de lo que venía a continuación era necesario, que ya había pasado por ahí una vez y que el amor que había creído poder sentir por él aquella tarde en su ducha, tras haber desayunado yogurth de vainilla, condición que le había dado para pasar la noche con él (extraña ficha con la que se empeñó mi infinito mundo de posibilidades en aquella época), sencillamente no era suficiente y lo mejor era regresar donde mis amigos, que ya empezaban a hacerme falta.
Sin dar explicaciones, lo llamé con un simple hey. El mismo gesto con el que le declaré mi “amor” una noche cualquiera, fue el mismo que usé para mi despedida. Esta vez , en vez de atrapar el beso que le mandaba y llevárselo directo a su corazón, dejó que el beso volara hacia el cielo y se fundiera con cualquier otra cosa en el mundo entero que en todo caso no era ni él. Yo no supe si ponerme triste o feliz.

Las extrañas fichas con las que se empeña de la vida, poco a poco se van volviendo símbolos, que a través de una serie de epifanías marcan nuestras vidas de principio a fin, y sus apariciones, las hacen poéticas o miserables, o ambas. Pareciera que cada cual escogiera la suya, se jugara la suya y la mayoría perdiera. Pareciera que hay personas capaces de quedarse vacías, o de sencillamente siempre sacar fichas muy insignificantes. Como el yogurth de vainilla.

Mirándome desde su mesa, se decidió por fin a ponerse de pie y venir a saludarme. Yo también ansiaba poder hablar con él y decirle cosas agradables, pero estaba con la hermana de mi novio y me tocó ser lo más imparcial que pude para no ir a despertar sospechas innecesarias. Él se sintió rápidamente rechazado y no tardó en irse. Me quedé sin saber su nombre, pues nunca más lo volví a ver. En mi memoria su nombre siempre será Tunesia y en la suya yo seré Colombia.