Creo que estoy más cerca de lo primitivo que de lo civilizado y que en esto radican todos mis problemas.
Vivo en una ciudad de limbo que tolera algunas de mis excentricidades pero me culpa y condena por no compartir algunos de sus gustos más prioritarios como la misa o el hogao.
Nada de esto importa realmente. Yo permití que me abandonara la persona que más he amado porque estaba convencida que mi amor a la mi tierra era más grande (exceso de carlos vives o juanes aunque no me guste ninguno, tal vez?). Tal vez.
Trabajo 10 o más horas al día en un cubículo de una oficina en el que no me entero cómo está el clima. No tengo derecho a quejarme porque estoy en la cúspide de la pirámide social y todos los que están debajo viven peor... dicen.
Salgo a la calle y me encuentro con una ciudad sin memoria. Iglesias llenas cualquier día a las 7 a.m. Gente desayunando todo tipo de frituras. Millones de vendedores ambulantes.
Cuando era chiquita me prometí a mí misma ser alguien importante. Hoy esa promesa hace eco en mis sueños y me despierto para comprobar que lo traiciono todo, incluso a mí misma y que eso es lo único que tengo.
Estoy al borde de los 30 y paradigmas comienzan a derrumbarse estruendosamente: deja de importarme la belleza y me veo engordar con indiferencia. Dejo de procurar ser artista y me conformo con mi anónima irrelevancia. Deja de ofenderme tener un flickr y blog desolados y escribir virtualmente para mí misma. En pocas palabras, empiezo a sentirme cómoda con el sinsentido, deja de parecerme estúpida mi estupidez y empiezo a encariñarme con lo normal, a sentirme target de lo mediocre, empieza a gustarme la tv.
Es todo producto de la ciudad, de esta Medellín, que no deja otra opción que irse o rendirse.
Y me rindo, sólo que lo anuncio ya un poco tarde.