20.2.09

Definiciones

El arte es la sublimación de la vida, sin importar el medio de expresión que se encuentre para manifestarlo. Poesía es la capacidad de ver lo sublime de cualquier cosa, en cualquier aspecto. El arte es aquello que contiene poesía.

16.2.09

Trilogía del Desconcierto

1.
Se suponía que ella era la racional, la incrédula, la existencialista. No iba a misa, ni siquiera por condescendencia con su familia, que era tan religiosa. No era que fuera rebelde, ya estaba demasiado vieja para eso. Además vivía en un mundo en que tolerar era el pan de cada día y las ideologías no iban más allá de del marketing de identidad. Ya no había nada contra qué protestar, acaso porque todo, todo, fuera digno de protesta y por lo mismo inútil cualquier queja, crítica u oposición.

Su madre no era así. Ella había nacido en otra época. Una en la que aún se usaban uniformes. Una en la que aún había cosas que no se compraban ni se vendían. Aquella en la que se llevaron a cabo las últimas revoluciones. Y no era que su madre supiera mucho sobre todo eso, pero aún así lo representaba. Al fin y al cabo era su madre, quien la había criado, es decir, quien le había permitido y patrocinado ser quien era, a pesar de sí misma.

Esa noche por fin se acordó de mostrarle el dedo.

-Mira mamá, el anillo me estaba pudriendo el dedo.

Ella había pensado que si se lo hubiera dejado unos días más, probablemente hubieran tenido que amputarle el dedo. Como el anillo había estado encima todo el tiempo, no lo había notado. Tampoco había sentido síntomas. Nada de rasquiña, dolor o ardor. Nada. Se lo quitó solo porque se quiso bañar totalmente desnuda, un capricho. Y entonces vio la marca de piel entre roja y negra, hinchada, con bombas semi-brillantes que le rodeaban todo el dedo como una serpiente que se prepara para destrozar a su víctima silenciosamente.

-¿Habías oído alguna vez que uno supuestamente carga la energía de las personas que te regalan joyas? –le dijo a su novio al salir de la ducha, mientras le mostraba la marca asquerosa del anillo.

-Lo peligroso de eso, es que uno lo dice y se lo termina creyendo -respondió él. –Y aún así te admito que esa niña nunca me gustó, te lo dije desde que la conocí. Y también te dije que ese anillo no me gustaba, que no se lo debiste aceptar. Prométeme que no te lo vas a volver a poner. –dijo mientras le daba un beso en la piel sarnosa.

Ella se lo prometió y durante esos días aún se sintió incómoda con todo el asunto. Quiso hablarlo con su madre, pero lo olvidó una y otra vez hasta esa noche.

-Ah, sí. Eso pasa cuando uno no está acostumbrado a los materiales baratos. Me ha pasado varias veces. Te toca primero ponerte el anillo en un dedo, luego en otro, dejar que el dedo respire, luego volverlo a intentar, y así hasta que la piel se acostumbre y lo tolere- dijo la madre en tono cotidiano y acto seguido abandonó la habitación de su hija despreocupadamente.

2.
Iban los dos en un bus de servicio público. Ella no lo usaba mucho, pues tenía su propio carro. Antes tampoco lo había usado, porque nunca le hizo falta, porque en su medio, a nadie nunca le hacía falta. No se acostumbraba al radio a todo volumen, al olor permanente a monóxido de carbono, a las frenadas en seco y los brincos quiebra columnas. Montaba en bus cuando él, que no tenía carro, se ofrecía a recogerla en la estación de metro donde ella se bajaba los días que tenía pico y placa, y la acompañaba hasta su casa con la condición de que subieran en bus.

Entonces ella, que estaba enamorada, no tenía más remedio que aceptar, pues el amor siempre doblega la voluntad. Si no, no es amor, pensaba ella. Y el hecho de montar en bus gustosa a su lado le daba esa certeza.

-Buenas tardes damas y caballeros. Permítanme robarles uno o dos minutitos de su apreciado tiempo para ofrecerles una oferta de este delicioso producto que estamos promocionando en el día de hoy.

Si hubiera sido por ella, no hubiera recibido ni en esa, ni en ninguna otra ocasión, las muestras de los productos que el vendedor ambulante de buses le ofrecía. Detestaba todo de ellos: su redundancia discursiva, su aspecto, los productos de baratijas que vendían y más que todo: el maldito tono de voz que ponían. Todos hacían el mismo, como si no hubiera otro, como si les garantizara el éxito, como si no se dieran cuenta de que no surtía efecto desde que todos seguían siendo unos muertos de hambre.

-Te disgustan tanto es porque no los comprendes- dijo él asegurándose que el vendedor, ya en la parte trasera del bus, no podía escucharlos.

Ella lo miró a los ojos queriendo defenderse, pero no había palabras que la pudieran liberar de la sinceridad de aquel sentimiento de desprecio.

-Ellos son como los comerciales de tv. Sólo que viendo tv no te quejas, te los tragas igual y hasta te entretienes con algunos. Pero es lo mismo. Ellos son la inevitable pauta comercial de un viaje urbano. Interrumpen esa historia que ves a través de la ventana. Te intentan vender algo a las malas, te obligan a atenderles. No los respetas, únicamente porque son humanos: están ahí en vivo y en directo y contradicen con su miseria el mismo principio capitalista que los ha llevado a montarse en este bus en que estás tú, en que puede estar cualquiera. Toleras más una representación, un cartel o un video, que una vida que puede verte, tocarte y hasta presentir que te hace sentir mal. Curiosamente respetas más algo que se burla de ti y que puede hacerlo porque te desconoce y desde ahí te ilusiona con sentimientos inexistentes que tu crees que puedes alcanzar comprando lo que te dicen que hace falta, a alguien que te ofrece realidad y hasta podría llegar a sentir y hacerte sentir porque sabe quién eres. Pero tú no entiendes, nunca vas a entender. Y acaso por eso es que crees que me amas.

Sin decir más, el chico se bajó del bus. Ella permaneció muda, sin encontrar palabras que la pudieran liberar de ese sentimiento de desprecio de sí misma por no entender algo que realmente no comprendía.

3.