7.12.11

Yo nunca había visto nieve en el mundo real

3.
La relación con Alemania empezó por el colegio. Mis papás decidieron meternos a mi hermana y a mí a un colegio trilingüe porque presentían que, para el mundo que nos iba a tocar, el inglés no iba a ser suficiente. Estaban convencidos que entre más culturas uno pudiera conocer desde pequeño, más oportunidades podría abrirse a lo largo de la vida.

Mi papá había estudiado en el primer colegio gringo que se instaló en Medellín. También fue parte del primer grupo de estudiantes paisas que realizó un intercambio escolar a los Estados Unidos. Yo lo sabía, no tanto porque él nos contara al respecto, sino por dos recortes de periódico que aún conservaba. En el primero, se le veía sonriente en el avión de ida, vistiendo traje de corbata, con tan sólo 14 años. En el otro, el periódico local de Buffalo, lo entrevistaban por ser la primera persona de Colombia que llegaba allí. No recuerdo la foto, pero sí que mi papá decía que en su tierra se comía “arepa”, a sort of a corn pancake. Yo no lo habría podido decir mejor. Lo que también había para ver, era una foto de un paisaje blanco y en él, cubierto de arriba abajo por toneladas de ropa nunca antes vista, mi papá asomando sus ojos pequeños y una gran sonrisa. Pensar en mi papá de niño, en esa ciudad remota, me hacía sentir gran curiosidad por el mundo. Yo nunca había visto la nieve en la vida real. De alguna manera, saber del mundo a través de él, hacía que este se me hiciese un lugar más familiar, más cercano y por ende mucho más probable.

Terminada la universidad, mi papá decidió irse a vivir a Australia y pasó allí cuatro años. Solía imaginarme mientras crecía, que por poco pude haber nacido en aquel remoto país. Tal vez podría haber tenido ojos verdes, hablar inglés y conocer personas totalmente diferentes. Soñaba con esa vida paralela en la que pude haber ido a otro colegio y ser feliz, porque en el mío, serlo no fue fácil.

Quería que mi segundo idioma fuera inglés, pero iba a un colegio alemán. Las clases de inglés no comenzaron hasta la quinta clase. Yo amaba el rock con todo mi ser y cantar “música americana” -como se le llamaba entonces-, sólo me dejaba una opción: intentar imitar la fonética tan cercana como posible a lo que lograba semidilucidar. De esa manera llegué a nefastas conclusiones de significado como “anillu (in need you)= anillo o star=estar. Años después, en la octava clase, ya cantaba canciones americanas fluidamente y me reía de mis inventos infantiles. A comparación del alemán, el inglés me pareció piece of cake. En parte porque mi disposición al aprenderlo fue como recibir una herencia sagrada que me pertenecía casi que genéticamente y segundo, porque gracias a los servicios de la perubólica, crecí en medio de sobredosis diarias de Disney Channel y HBO. De manera que el inglés rápidamente se convirtió en mi segundo idioma.

Mamá en cambio, sólo parecía existir desde los 16 años. Sus recuerdos de niña parecen no existir y tan sólo he encontrado un par de fotos de ella pequeña. Una preciosa, donde se ve a un bebé rubio a morir, que acaba de aprender a caminar, con crespos angelicales, en pañales, posando tímidamente entre rosales. Luego otra de su primera comunión, a los 9 años, con el pelo liso, negro, corto y mirada seria. Eso era todo. Las que seguían eran todas de ella adolescente, en fiestas con vestidos setenteros increíbles, con rostro siempre perfecto y rodeada de gente cool. Ella no había viajado nunca a ninguna parte, pero tampoco le hacía falta, ya que ella nació con sentido de mundo. Sabía un poco de inglés que había logrado aprender en los estudios profesionales que comenzó pero nunca terminó, también entendía y hablaba un poco de alemán, que aprendío a través de mi hermana y yo. También sabía decir cosas básicas en francés que sólo pudo poner en práctica en el primer viaje que hizo al exterior, cuando fuimos mi hermana y yo con ella a París, a celebrar su cumpleaños número 50.Nunca la ví tan feliz ni tan hermosa como en esos días. Siempre lamenté que ella no hubiera tenido mi vida, pues sé que la hubiera aprovechado mucho mejor.

Papá regresó de Australia debido a la muerte inesperada de uno de sus hermanos. Él era el mayor de ahora sólo cinco hijos y mi abuela lo necesitaba a su lado. Fue en esos días de duelo cuando conoció a mamá y quedó perdidamente enamorado. Lo malo es que no era el único. Mamá tenía muchos pretendientes. Entre ellos estaba un holandés que le regalaba acetatos de rock and roll y revistas con ideas liberales. También había un médico, quien pretendió a una de mis tías hasta que en una visita conoció a mamá. Y finalmente estaban los judíos, a los que mamá nunca les paró bolas.

Finalmente, ella terminó decidiéndose por mi papá, aunque no estaba muy segura de querer casarse. Mientras ella lo pensaba, él tenía tiquetes comprados para hacer una gira con dos amigos por toda Europa. Si ella no se había decidido para cuando llegara a Roma, él tomaría desde allí el avión de regreso a Australia, donde le esperaba una vida con novia, trabajo, casa y carro. Mamá aún guarda un cerro de postales de amor provenientes de todas aquellas míticas ciudades con las que ella, al igual que yo, soñaba. En ellas le prometía que si decía que sí, él regresaba a casarse y quedarse con ella para siempre.

Pero por más que hubiera aprendido close to perfect english y un decente alemán, viajara por el mundo y viviera todas las experiencias de aldea global posibles, como tomar chinchirri en una botella de vino Cavalli que dejó el mismísimo en un hostal de Punta Gallinas, Guajira, no fui australiana, mi lengua materna no fue el inglés y no tuve los ojos verdes. Papá no se había quedado allí para engendrarme, sino que de Roma, regresó a Colombia, se casó con mamá y vivieron en Colombia el resto de sus vidas. Como consecuencia, resulté siendo una mestiza promedio, más paisa que la arepa de chócolo con quesito y con un pasaporte colombiano para mostrar orgullosamente en cada requisa de aeropuerto. Sin embargo, serlo también implicó heredar la visión de mundo de mamá y las posibilidades reales de viajar de papá, por lo que nunca me consideré tercermundista, sino, más bien, ciudadana global con derecho al mundo.

4.
Tardé muchos años en perder la inocencia. Mi primera experiencia en Alemania, un intercambio colegial de un año en una escuela en las afueras de Hamburgo, fue un respiro a la agobiante cotidianidad que me ahogaba en Medellín y en su colegio alemán. Por un lado, fue toda una novedad para mí encontrarme con una clase unida en la que todos eran amigos, o por lo menos mantenían relaciones amigables. Tratándose de una escuela pública, allí iban todo tipo de personas. Basti, era hijo de un albañil, se ponía siempre la misma ropa, desayunaba todos los días con cerveza y olía pésimo. Nadine, era la hija de un cirujano importante, sacaba las mejores notas y su madre la llevaba al colegio en un increíble BMW. Desde luego, Basti y Nadine no eran los mejores amigos, pero tampoco enemigos. Si su caso se hubiera dado en mi colegio en Medellín, se hubieran tenido que odiar a muerte y hacerse la vida imposible hasta que graduarnos o hasta que alguno de los dos desistiera y se saliera del colegio. En pocas palabras, Hamburgo fue para mí, ante todo, una lección de tolerancia.

Yo no era la única extranjera de la clase. Además de mí, había dos chicos de Afganistán, una rusa, un eslovaco, un birmano, una filipina y yo. Rápidamente me hice amiga de casi toda la clase y comenzaron a invitarme a sus fiestas. Allí, descubriría un nuevo mundo y, sobre todo, otras maneras de divertirme. Yo estaba por cumplir 16 años y era virgen. Creo que en toda la clase sólo la afgana y yo lo éramos. De resto, todo el mundo tenía sexo desde los 13, fumaba cigarrillo y marihuana, y cuando decían que iban a recogerme, no lo hacían en carro, sino en bicicleta. Las conversaciones con las chicas era sobre técnicas para dar mejor sexo oral, la música que se bailaba era hip-hop, y la diversión parecía no tener fin porque no había hora límite establecida, ni papás que interrumpieran la fiesta, ni nadie que viniera a regañarnos. Podía salir y llegar a la hora que quisiera, las calles eran seguras y si algo se me perdía, seguramente al siguiente día lo recuperaba. En fin, parecía no haber peligros ni amenazas. Alemania se convirtió entonces para mí en la tierra del no juicio y del no prejuicio, en la que a los 16 se era totalmente libre y autónomo. Eso era exactamente lo que yo había estado buscando y, por ende, rápidamente aprendí a ser feliz.

Mi experiencia en Hamburgo me concedió tres deseos. El primero fue poder ser yo misma, sin temor a las consecuencias. El segundo fue conocer la nieve. Sucedió cinco meses tras mi llegada. Era octubre, hacía unas semanas había cumplido años y no estaba esperando que sucediera aún, ya que apenas comenzaba el otoño y los árboles comenzaban a volverse de colores. Yo estaba sentada en una clase aburrida que dictaba nuestro director de grupo y de la que sólo entendía la mitad, pues todavía no dominaba el idioma. Miraba por la ventana cuando comencé a ver pequeñas motas blancas que caían lentamente.
-¿Es eso nieve? -pregunté en voz alta
-Sí Laura, eso es nieve -me contestó con naturalidad el profesor y quiso proseguir con su clase.

Entonces me puse de pie y fui a abrir la ventana.

-¿Qué pasa Laura? –me preguntó el profesor ya un poco impaciente.
-Es que en mi país no hay estaciones, allá siempre es verano. Yo nunca he visto nieve en la vida real –dije con tanta emoción, que se me llenaron los ojos de lágrimas.

Creo que para ellos fue tan difícil de creerlo como para mí. Entonces, mis compañeros comenzaron a ponerse de pie y a acercarse también a la ventana y a describirme con emoción cómo era la nieve y todo lo que se podía hacer con ella. En el fondo, todos seguían siendo también niños y creo que mi ingenuidad les facilitaba recordarlo cómo serlo. Entonces, el profesor propuso que todos saliéramos 10 minutos para que yo pudiera conocer la nieve. Dejé que mis palmas y pelo se llenaran de motas y luego me llevé un poco a la boca para probarla. Estuvimos en el patio hasta que el piso se cubrió de un ligero manto blanco y entonces dejó de nevar. Volvimos a la clase y para cuando esta terminó, ya la poca nieve caída, había desparecido.

No volvió a nevar hasta noviembre. Aquel fue un invierno de muñecos de nieve, guerras con bolas de nieve, tardes y noches de patinaje en el hielo y mucho frío. Me sacié de nieve hasta el cansancio y creo que mis compañeros también.

El tercer deseo que me concedió Hamburgo fue el descubrimiento del arte y de la artista que vivía en mí. En Medellín, mi relación con el arte se había resumido a las clases de obras manuales del colegio, las cuales detestaba. En ellas hacíamos costura, vaciado en yeso, pintura, dibujo arquitectónico, batik y pirograbado. Para ninguna de las anteriores demostré tener grandes habilidades. La situación se agravaba debido a mi mala relación con las profesoras. Recuerdo que una vez logré que un vaciado en yeso no se quebrara al desmoldarlo y procedí a pintarlo. Era una escena invernal, con un árbol sin hojas en medio de la estepa. Yo pinté la nieve anaranjada y a la profesora no le gustó.

-La nieve es blanca –me dijo.
-Yo nunca he visto nieve en la vida real profesora, por lo tanto no me costa que sea blanca. Hasta que no la conozca, para mí, será anaranjada –repliqué.

Ese trimestre reprobé la materia y me pasé el resto del año procurando entregar plantillas perfectas de dibujo arquitectónico para promediar la nota, de manera que no fuera a perder la nieve por la falta de comprensión artística de mi profesora. Pasé raspando y lo único que aprendí fue a odiar las obras manuales aún más.

Frau Schulz, la profesora de arte de mi colegio en Hamburgo, una señora de pelo canoso y largo, con gafas a lo John Lennon, era todo lo contrario. Con ella aprendí que no se pintan las palabras para las cosas, sino las cosas mismas. Con toda su pacencia, ella me enseñó a dibujar y a partir de entonces, copiar con mi mano lo que tenía al frente dejó de ser un imposible. Terminado el invierno, entregué un dibujo impecable en el que trabajé más de siete meses: un autoretrato de mi mano, dibujando un paisaje invernal: la prueba tácita de lo que era capaz de hacer, aunque me hubieran hecho creer toda mi vida que no tenía habilidad para hacer. En la primavera, comenzó mi nueva lección: unir mi mano y mis ojos al corazón, de manera que ya no sólo tuviera que imitar lo que veía, sino que pudiera expresar lo que sentía. Con tristeza, tuve que interrumpir este proceso, ya que a finales de mayo se acababa mi año de intercambio y debía regresar a Colombia. Despedirme de ella y de la clase de arte fue una de las experiencias más tristes. Gracias a ella comencé a interesarme cada vez más por el arte, a volverme sensible a sus expresiones y desarrollar habilidades interpretativas. Ella me inició un camino en el que, si bien no he avanzado demasiado, no ha sido posible abandonar.

Regresar a Medellín para volver a convertirme en una adolescente de 16 que debía crecer cuasi encerrada por el temor de sus padres a morir asesinada o víctima de una bomba en la calle, sin capacidad de decisión y mucho menos de movilización y sometida a asistir en un colegio privado de niños ricos, todos más insoportables que el anterior, fue una pesadilla que por fortuna tuve que soportar solo un año más. Mi inocencia se conservaba intacta gracias a mi experiencia en Hamburgo y me seguía creyendo con derecho al mundo. Terminada la clase 11, podía comenzar estudios universitarios y decidí irme nuevamente, esta vez mi destino era otra ciudad que no conocía: Bogotá.